Martes, 8 de abril de 2025.
Ayer, con la ingenuidad intacta, recibí un mensaje de mi librería de confianza —esa a la que confío mis encargos como quien confiesa sus pecados— informándome de que ya había llegado mi pedido: Nos vemos en Chicote, del catedrático de Literatura Española Juan Antonio Ríos Carratalá, distinguido miembro de la Universidad de Alicante, en su reluciente y tan anunciada tercera edición.Me fui hasta allí con la emoción del que espera redención: por fin, pensé,
una edición corregida, depurada de esa costumbre tan suya de mezclar opinión
con historia, juicio con dato, y militancia con archivo. Qué maravilla hubiera
sido abrir el libro y no encontrar, por enésima vez, ese retrato caricaturesco
y difamatorio de mi padre, Antonio Luis Baena Tocón. Soñé, lo confieso, con una
edición en la que el autor hubiera recapacitado, en la que se notara un mínimo
respeto por la verdad documental y por el honor ajeno. Incluso me atreví a
imaginar que habría renunciado al fraude historiográfico, a esa tentación tan
rentable del guerracivilismo editorial, y se habría atrevido a escribir como un
académico y no como un activista con acceso a una imprenta.
Pero no. Porque la realidad —siempre tan puntual— vino a recordarme que en
esta historia la corrección no es editorial, sino ideológica. Me entregaron un
ejemplar de 2015, la misma edición de siempre, con sus mismos errores, sus
mismas manipulaciones y su misma superioridad moral de saldo.
Mi librero, desconcertado, ya ha reclamado a la editorial Renacimiento que
por favor, si no es mucha molestia, envíen la tercera edición que dicen estar
vendiendo desde el 7 de abril. Pero mientras tanto, aquí me tienen: sin libro y
sin consuelo. Con una decepción que ya es casi una tradición.
Yo creía haber comprado todos los ejemplares anteriores. No exagero: los he
ido regalando, como quien vacuna contra la desinformación. Abogados, médicos,
políticos, profesores, colegas, familiares..., todos los que podrían leerlo sin
saber que ese “libro de historia” no pasa ni un control de calidad mínimo en
ninguna disciplina seria. Porque fuera del circuito de universidades que se
intercambian publicaciones para aparentar investigación, nadie daría crédito. Y
sin embargo ahí sigue, envuelto en el prestigio de lo académico, con apoyos que
no leen y con reseñas escritas por amigos que comparten más ideología que
criterio.
En este punto, empiezo a pensar que el que realmente impulsa las ventas soy
yo. Si Ríos Carratalá no se lucra con sus libros —como él mismo afirma con una
modestia admirable— debe de ser porque he asumido yo ese rol con entusiasmo.
Cientos de ejemplares circulan gracias a mi bolsillo: si esto fuera un sistema
de royalties inverso, ya estaría cobrando comisiones. ¿Y si resulta que el verdadero
motor de su carrera editorial soy yo?
Porque no nos engañemos: lo que mantiene a flote este tipo de publicaciones
no es el rigor, sino el corporativismo. Un corporativismo infame, que aplaude
sin contrastar, que respalda sin leer, y que se indigna solo cuando le tocan
los suyos. Lo que hay detrás de este libro es una campaña: una operación de
descrédito que encontró altavoces en medios de comunicación muy preocupados por manifestar sus “códigos éticos” en sus páginas web, pero poco por la verdad. El resultado lo conocemos bien:
insultos, amenazas, acoso en redes, intoxicación informativa y daños de todo
tipo sufridos por el demandante, daños personales, familiares, profesionales y
reputacionales que ningún tribunal ni editorial parece tener interés en
reparar.
Y mientras tanto, el autor asegura que no se lucra. Que lo suyo es puro
amor a la memoria histórica. Claro. Solo que lo escribe desde una universidad
pública, cobrando un sueldo bastante jugoso por repartir etiquetas y señalar
culpables setenta años después. Y todo con una facilidad para juzgar ajenos que
ya querrían muchos fiscales.
Eso sí, de mi padre dice barbaridades, atribuyéndole sueldos desorbitados,
ascensos meteóricos, puestos concedidos por la gracia del régimen y hasta
supuestos regalos “patrióticos” que nadie ha visto ni documentado jamás. Todo
con ese tono despreocupado del que sabe que nadie en su entorno va a molestarse
en contrastar nada. Total, el personaje ya está escrito: solo hay que
rellenarlo con adjetivos.
Y yo, en medio de todo esto, me pregunto: ¿seré yo, al final, el verdadero
beneficiario de todo esto? ¿El que se enriquece, no con dinero, sino con
ejemplares? ¿El gran mecenas de esta ficción académica que algunos aún llaman
“investigación”?
Gracias, profesor. No por el libro, que ya me sé de memoria. Gracias por
recordarme, una vez más, que en este país los muertos no descansan, los vivos
no aprenden, y los catedráticos pueden publicar lo que les dé la gana...
siempre que lo pinten de “memoria” y encuentren quien lo compre. Aunque, por lo
visto, ese alguien siga siendo yo.
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