…cuando conviene no reconocer los errores ¿La verdad es
totalitaria?El catedrático de Literatura Española de la Universidad de Alicante
Juan Antonio Ríos Carratalá intenta justificar su negativa a
corregir falsedades históricas afirmando que “aspirar a la verdad”
es una pretensión totalitaria.Pero, ¿no es más totalitario
imponer un relato ideológico sin aceptar correcciones, ni siquiera
ante documentos oficiales?Aquí respondo, con pruebas, ironía
y memoria.
En su
última entrada de blog, titulada “La mesa del general Franco”,
el catedrático Juan Antonio Ríos Carratalá termina con una
declaración de principios historiográficos que, en abstracto,
podría parecer loable. Sostiene que los historiadores no deben
aspirar a alcanzar “la verdad”, porque —afirma— esa es una
“pretensión totalitaria”, y que lo verdaderamente valioso es
mantener abiertos los debates en libertad, sujetos a revisión,
modificación y ampliación.
Pero la pregunta es inevitable:
¿Aplica él esos
principios a su propio trabajo?
¿Revisa, modifica o
amplía lo que ya ha dicho y que otros le han demostrado falso con
documentos? ¿O más bien encubre su negativa a rectificar con una
coartada ideológica?
Lleva más de una década escribiendo y repitiendo las mismas
falsedades sobre mi padre, Antonio Luis Baena Tocón. Falsedades que
han sido públicamente desmentidas con pruebas objetivas. No se trata
aquí de una diferencia de interpretación o de una matización de
contexto, sino de datos simples y verificables, que él ignora una y
otra vez:
– Mi padre no era funcionario en 1934. Por
tanto, no ingresó voluntariamente en su servicio militar
para firmar penas de muerte y ascender en la carrera funcionarial,
como Ríos ha afirmado con ligereza, y sin el más mínimo rigor
documental.
– Terminó su licenciatura en Derecho en
junio de 1936, antes del inicio de la Guerra Civil. No se la
concedió ningún régimen ni fue un “premio” de Franco, como
también ha sugerido. Fue fruto de su esfuerzo académico, como puede
comprobarse en los registros universitarios.
Y que conste: estos dos datos elementales son solo una
pequeña muestra de las muchas falsedades que ha vertido
sobre la vida y la trayectoria de mi padre. Falsedades que no ha
corregido, ni matizado, ni revisado. Si estos errores tan básicos no
bastan para replantearse una narrativa, ¿qué sentido tiene invocar
la revisión como norma de la historiografía?
El “clima de libertad” que Ríos dice defender solo parece
válido cuando se trata de proteger sus propias versiones, no cuando
alguien le exige rendir cuentas ante la evidencia. La retórica del
catedrático parece diseñada para esquivar responsabilidades: invoca
la complejidad del pasado, relativiza toda búsqueda de verdad, y se
presenta como víctima de una supuesta tentación autoritaria en
quien le contradice.
Así, quien señala que ha manipulado documentos o ha escrito
juicios ideológicos sobre personas que no conoció —como es el
caso de mi padre— queda automáticamente estigmatizado como
“totalitario”, simplemente por exigir rigor y respeto a los
hechos.
Pero, si lo pensamos bien, ¿no es acaso una forma de
pretensión totalitaria esa que impone una versión del pasado y
desacredita a quien la cuestiona, por el simple hecho de buscar la
verdad? ¿No lo es utilizar la autoridad académica para
sostener un relato ideológico inmutable, blindado frente a la
crítica y envuelto en un discurso de aparente pluralismo?
Eso no es historiografía crítica: es trincherismo
académico envuelto en buenismo progresista. Y lo peor es
que se apoya en un corporativismo cómodo y condescendiente,
que no exige a sus miembros el mínimo reconocimiento del error
cuando los documentos lo desmienten.
No se trata de debatir opiniones. Se trata de no falsear
biografías ni utilizar la memoria de los muertos para alimentar
relatos ideológicos que responden más a obsesiones del presente que
al estudio del pasado. Lo contrario, por muchas vueltas que se le
quiera dar al lenguaje, no es libertad académica, sino
propaganda encubierta con ropaje universitario.
Quizá lo que de verdad le molesta a Ríos no es la dificultad
para alcanzar la verdad, sino que haya quien no se resigne a que él
y su entorno construyan una verdad a medida, impune, sectaria e
inmodificable.
En su última entrada de blog, titulada “La mesa del general Franco”, el catedrático Juan Antonio Ríos Carratalá termina con una declaración de principios historiográficos que, en abstracto, podría parecer loable. Sostiene que los historiadores no deben aspirar a alcanzar “la verdad”, porque —afirma— esa es una “pretensión totalitaria”, y que lo verdaderamente valioso es mantener abiertos los debates en libertad, sujetos a revisión, modificación y ampliación.
Pero la pregunta es inevitable:
¿Aplica él esos
principios a su propio trabajo?
¿Revisa, modifica o
amplía lo que ya ha dicho y que otros le han demostrado falso con
documentos? ¿O más bien encubre su negativa a rectificar con una
coartada ideológica?
Lleva más de una década escribiendo y repitiendo las mismas falsedades sobre mi padre, Antonio Luis Baena Tocón. Falsedades que han sido públicamente desmentidas con pruebas objetivas. No se trata aquí de una diferencia de interpretación o de una matización de contexto, sino de datos simples y verificables, que él ignora una y otra vez:
– Mi padre no era funcionario en 1934. Por
tanto, no ingresó voluntariamente en su servicio militar
para firmar penas de muerte y ascender en la carrera funcionarial,
como Ríos ha afirmado con ligereza, y sin el más mínimo rigor
documental.
– Terminó su licenciatura en Derecho en
junio de 1936, antes del inicio de la Guerra Civil. No se la
concedió ningún régimen ni fue un “premio” de Franco, como
también ha sugerido. Fue fruto de su esfuerzo académico, como puede
comprobarse en los registros universitarios.
Y que conste: estos dos datos elementales son solo una pequeña muestra de las muchas falsedades que ha vertido sobre la vida y la trayectoria de mi padre. Falsedades que no ha corregido, ni matizado, ni revisado. Si estos errores tan básicos no bastan para replantearse una narrativa, ¿qué sentido tiene invocar la revisión como norma de la historiografía?
El “clima de libertad” que Ríos dice defender solo parece válido cuando se trata de proteger sus propias versiones, no cuando alguien le exige rendir cuentas ante la evidencia. La retórica del catedrático parece diseñada para esquivar responsabilidades: invoca la complejidad del pasado, relativiza toda búsqueda de verdad, y se presenta como víctima de una supuesta tentación autoritaria en quien le contradice.
Así, quien señala que ha manipulado documentos o ha escrito juicios ideológicos sobre personas que no conoció —como es el caso de mi padre— queda automáticamente estigmatizado como “totalitario”, simplemente por exigir rigor y respeto a los hechos.
Pero, si lo pensamos bien, ¿no es acaso una forma de pretensión totalitaria esa que impone una versión del pasado y desacredita a quien la cuestiona, por el simple hecho de buscar la verdad? ¿No lo es utilizar la autoridad académica para sostener un relato ideológico inmutable, blindado frente a la crítica y envuelto en un discurso de aparente pluralismo?
Eso no es historiografía crítica: es trincherismo académico envuelto en buenismo progresista. Y lo peor es que se apoya en un corporativismo cómodo y condescendiente, que no exige a sus miembros el mínimo reconocimiento del error cuando los documentos lo desmienten.
No se trata de debatir opiniones. Se trata de no falsear biografías ni utilizar la memoria de los muertos para alimentar relatos ideológicos que responden más a obsesiones del presente que al estudio del pasado. Lo contrario, por muchas vueltas que se le quiera dar al lenguaje, no es libertad académica, sino propaganda encubierta con ropaje universitario.
Quizá lo que de verdad le molesta a Ríos no es la dificultad para alcanzar la verdad, sino que haya quien no se resigne a que él y su entorno construyan una verdad a medida, impune, sectaria e inmodificable.
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