Hasta antes de 2019, el recuerdo de mi padre vivía en la paz familiar, en el respeto de quienes lo conocieron, en la gratitud de quienes compartieron con él trabajo, amistad o vecindad. Pero desde entonces, comenzó una campaña de falsedades y desinformación amplificada por medios poco rigurosos, alentada por el proceder del catedrático Juan Antonio Ríos Carratalá, que no dudó en reescribir su biografía para adaptarla a una narrativa ideológica.
Desde entonces, nuestra familia ha sufrido todo tipo de ataques: insultos, amenazas, suplantaciones en redes sociales, mensajes llenos de odio en los que me decían que debía cambiarme de apellidos, que era hijo de un genocida, de un verdugo, que a otros con nuestro apellido los habían quemado en tal pueblo. Se ha llegado al delito de acoso y discurso de odio sin el menor pudor. Y todo esto por negarnos a aceptar que la memoria de una buena persona sea maltratada impunemente.
Recuerdo una escena que hoy me vuelve con especial nitidez. Yo acababa de terminar Magisterio y estaba inmerso en el estudio de las oposiciones. Un día, al verme quizá agobiado o cansado, mi padre se acercó y me dijo con toda naturalidad:
—Hijo, tú puedes. Pero si no apruebas, no tienes que preocuparte. La vida es así. Yo me presenté a las oposiciones que pude y no lo conseguí de inmediato. Es cuestión de ánimo, de perseverancia en el esfuerzo...
Eso me dijo el mismo hombre al que hoy un malnacido retrata como alguien que consiguió sus puestos “gracias a servicios represivos”, negándole no solo su preparación, sino incluso su carácter. Pero yo lo vi siempre estudiando, leyendo leyes, consultando boletines. Lo recuerdo también con mi hermana pequeña en brazos, calmándola mientras estudiaba.
En otra ocasión, se sentó frente a mí callado y con una sonrisa. Yo ya tenía entradas pronunciadas en el cabello, aunque nunca me acomplejaron. Al hacerle algún gesto, me miró con cariño y me dijo:
—Hijo, tú eres muy joven y hoy hay muchos remedios para la calvicie…
Me sonreí, y él también, sin añadir nada más. No supe entonces —porque él nunca quiso hablar de aquello— que esa sensibilidad tenía raíces profundas. Años después supe, por mi abuela y por sus hermanas, incluso por mi madre, que tras regresar del exilio en 1939, con 24 años, le dieron un tiempo, al tener su servicio militar pendiente, para "arreglar sus asuntos". Entre esos asuntos estaban su acreditación como licenciado en Derecho, la solicitud de pensión de viudedad para su madre —que le fue negada, pese a estar justificada, porque “su marido no se sublevó”— y algo aún más doloroso: inhumar a su padre, sacar a su propio padre de una fosa común donde fue arrojado con otros desgraciados, para darle cristiana sepultura.
Ese acto, ese trauma, fue tan profundo que se le cayó el pelo a mechones. “¡Con el pelo tan bonito que tenía mi hermano!”, decía mi tía Mª Pepa. Mi abuelo fue una víctima republicana, aunque el falsario que lleva años pervirtiendo su historia insista en que fue víctima del bando nacional. ¿Eso es el rigor académico que se nos quiere imponer?
Mi padre no necesitaba monumentos. Le basta con el cariño de quienes lo conocieron, con el respeto de quienes lo recuerdan, y con la defensa firme de quienes no vamos a permitir que su memoria sea borrada o pervertida por intereses ideológicos. Porque hay quienes vivieron con verdad, sin tener que pisar a nadie, y cuya dignidad —aunque se intente silenciar— resplandece cada vez que se la quiere ensuciar.
Hoy, día de San Antonio, su nombre vuelve a sonar en mi boca con la fuerza de un acto de justicia.
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