Hoy, 7 de
abril de 2025, ha salido publicada la tercera edición del libro Nos vemos en
Chicote, firmado por el catedrático Juan Antonio Ríos Carratalá. Un libro
que desde su primera edición se ha caracterizado por la manipulación interesada
de hechos históricos, la tergiversación de datos personales y el uso descarado
de la calumnia y la injuria, presentadas como si fueran conclusiones
documentadas. A pesar de haber sido advertido, y de haberse enfrentado a una
demanda judicial, el autor no ha rectificado ni una línea. Lejos de ello, la
publicación de esta nueva edición parece indicar su intención de persistir —o
incluso agravar— las falsedades y ataques personales ya vertidos anteriormente.
Este texto es mi respuesta pública, desde la indignación y el hartazgo, pero
también desde la responsabilidad de quien no piensa dejar pasar ni una más.
Porque la memoria histórica no puede construirse a costa de la verdad ni del
honor de quienes ya no pueden defenderse.
Este fin de semana, repasando mis notas sobre la entrevista que el catedrático de Literatura Española de la Universidad de Alicante, Juan Antonio Ríos Carratalá, concedió a la Cadena SER en Alicante con motivo de la publicación de su libro Nos vemos en Chicote, vuelvo a experimentar la misma mezcla de rabia, impotencia y vergüenza ajena. Aquel día, entrevistado por Carlos Arcaya, Ríos desplegó su estilo característico: manipulación emocional, acusaciones sin pruebas, ironía cobarde y un falso tono de autoridad académica con el que pretende legitimar el libelo que escribió.
https://cadenaser.com/emisora/2016/01/07/radio_alicante/1452195695_926080.html
Ahora, con
la reciente salida de la tercera edición —publicada hoy mismo—, todo
apunta a que no solo no habrá rectificación ni disculpa alguna, sino más bien
una reafirmación en sus falsedades, e incluso, muy probablemente, un
agravamiento de las insinuaciones y ataques personales que ya contenían las
ediciones anteriores.
En aquella
entrevista, que sigue disponible para quien desee comprobarlo, afirmaba con
absoluta ligereza y desparpajo:
“Creo que siempre hay que hablar de las víctimas, pero si hay víctimas es porque hay verdugos… funcionarios que por un puesto mejor en el escalafón, por un mejor destino, por alguna prebenda, estaban dispuestos a condenar a muerte incluso a sus propios amigos…”
“Todos
eran voluntarios... igual que los pelotones de fusilamiento. Participaban
simplemente porque tenían una semana de permiso... Todos aspiraban a quedar
bien con la autoridad competente, a tener un mejor destino y, a veces, era eso:
una semana de permiso a cambio de fusilar a una persona joven…”
“Uno
de los casos más llamativos fue el del instructor del caso de Miguel Hernández,
que en el 82 se jubila como interventor municipal en Córdoba... Julio Anguita
no lo sabía. Tampoco sus hijos. Probablemente más de un hijo o un nieto
descubre la faceta de su padre o su abuelo gracias al libro…”
Esa persona
a la que se refiere sin nombrar, pero claramente identificable, es mi padre.
Y esa
descripción no es una interpretación ni una opinión: es una calumnia, una
difamación y una injuria en toda regla. La práctica sistemática de estos
delitos se repite en su obra y en sus declaraciones, con una impunidad que
escandaliza, especialmente viniendo de alguien que ostenta un cargo académico.
Mi padre no
era funcionario en las fechas que señala el señor Ríos Carratalá. No podía
ascender en una “carrera funcionarial” porque no formaba parte de ninguna.
Se encontraba haciendo el servicio militar obligatorio, tras regresar
del exilio en Marsella. Le guste o no. Inventar que era voluntario, que firmaba
penas de muerte a cambio de días libres, que obtuvo ascensos y prebendas, es
mentir con premeditación, con malicia y con un desprecio absoluto por la verdad
y por el honor ajeno.
Y aunque años
más tarde sí accediera a un puesto de funcionario, sus sueldos y su
trayectoria están documentados hasta el último céntimo y se ajustan
estrictamente a la normativa de la época. No hay rastro alguno de “ascensos
meteóricos”, ni de beneficios por méritos represivos. Todo está en los archivos.
Basta querer contrastar en vez de fantasear con una historia a medida de sus
prejuicios ideológicos.
Hoy mismo, además, Ríos Carratalá se ha permitido ensalzar públicamente un artículo firmado por Sergio del Molino en El País (5 de abril), que dice haberle “emocionado especialmente”. Un texto titulado ¿Mató mi abuelo al tuyo?, donde el autor, con la ligereza de quien escribe desde el desconocimiento y el efectismo, afirma no saber si su abuelo fue un asesino, y lanza preguntas envenenadas desde la ignorancia moral y la banalidad histórica.
Mi padre sí tuvo constancia de algunos de aquellos cobardes que asesinaron a su padre. Pero lo que resulta insoportable es ver cómo alguien que rellena páginas sin contrastar nada se convierte en altavoz de discursos ambiguos, y cómo Ríos Carratalá se apoya en esa superficialidad periodística para reforzar su propia narrativa manipuladora. ¿Esa es su forma de documentarse? ¿Ese es el rigor académico con el que construye su discurso histórico? ¿Dónde están los códigos éticos que manifiesta tener el medio en el que escribe? ¿Ese es el nivel de contraste que le exige la Universidad?
Y lo más grave: ¿qué controles tiene la Universidad sobre este tipo de “trabajos”? ¿Quién revisa que lo que publica un catedrático no sea un panfleto disfrazado de ensayo? ¿Qué responsabilidad asumen los centros que avalan estas publicaciones bajo el amparo de la libertad académica cuando en realidad se trata de campañas de difamación revestidas de memoria?
¿Cómo es
posible que colegas suyos le ofrezcan su “apoyo incondicional”? ¿Han leído lo que escribe? ¿O
simplemente aplauden por afinidad ideológica, por corporativismo o por
cobardía?
¿Y los medios? ¿En qué momento decidieron convertirse en colaboradores
necesarios de estas falsas ficciones históricas? ¿Desde cuándo se
entrevista con simpatía a quien se dedica a falsear el pasado, a manchar honras
familiares, a generar odio y resentimiento, y además se le celebra el humor con
el que lo hace?
Lo que hace
el señor Ríos Carratalá no es historia: es propaganda disfrazada de
memoria democrática, una manipulación obsesiva y fanática que usa como
herramienta su prestigio académico para dañar el honor de personas que ya no
pueden defenderse. Es un ejercicio de violencia simbólica y cobardía,
adornado con cinismo e ironía, y legitimado por quienes deberían frenarlo:
universidades, editoriales, colegas, periodistas.
¿Y todo
esto, con gracia e ironía, como celebraba Carlos Arcaya?
¡Hay que tener muy poca vergüenza!.
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